La verdad es que me ha costado..., me ha costado ponerme a escribir este post sobre las "delicias" gastronómicas de nuestro breve viaje por Corea del Sur y China. Supongo que ha sido porque me he sentido como una niña que descubre por primera vez que los Reyes Magos no existen. Esperaba mucho de la cocina asiática y, al final, no fue para tanto. Supongo que esta decepción ha sido una consecuencia más de la globalización que nos rodea. El caso es que la cocina asiática, o al menos la que nosotros fuímos capaces de descubrir, no es ni tan exótica, ni tan apetecible como había esperado. Supongo también que mi percepción sería diferente de haber tenido la oportunidad de probar cocina casera. En la mayoría de los restaurantes chinos en los que estuvimos, sin embargo, los platos estaban sutilmente adaptados al gusto occidental, con lo cual perdían gran parte del encanto, o en su defecto, sencillamente mal cocinados. Eso por no hablar de las restricciones a la dieta aconsejadas por la Dirección General de Extranjería o las que tuvimos que ir añadiendo a la lista inicial a medida que los titulares de los periódicos chinos nos iban informando de los frecuentes brotes de gripe aviaria o de la epidemia del famoso cerdo de Sichuan (equivalente chino del cerdo de bellota español) y que hizo nuestras delicias justo la noche anterior de aparecer la epidemia en los titulares de todos los diarios de Beijing. Durante nuestros días en la capital china, el arroz y la ternera se convirtieron en nuestros compañeros de viaje y los McDonalds y los restaurantes de los hoteles de cinco estrellas de la gran avenida que muere en Tiananmen en nuestros mejores aliados. Suena triste, pero así fue. Y ni siquiera en estos últimos logramos evitar que gusanos despistados se introdujesen sin ser invitados en nuestra dieta. Los mercadillos chinos tampoco nos abrían especialmente el apetito. La mayoría de las frutas y verduras son similares a las nuestras y la carne, que también se exhibía al aire libre (si nuestros inspectores de sanidad lo ven les da un pallá...) seca y ahumada, presentaba un aspecto sobre el que me voy a abstener de hacer comentarios subjetivos. Vean y juzguen:
Toda regla tiene su excepción y toda pesadilla una voz amable que te saca de ella (o debería), así que en medio de ese panomara también hubo momentos en que nuestros estómagos y nuestros sentidos fueron felices. La mayoría de los cuales, al césar lo que es del césar, tuvieron lugar en Corea. Allí descubrimos que efectivamente se puede (y a veces se debe) comer con la vista, disfrutando del colorido y la peculiariedad de los productos de los mercadillos populares que nos alimentaban los ojos, el olfato y el alma, sin necesidad de probarlos.
Corea tiene tres grandes
platos tradicionales y omnipresentes: el kimchi, el bulgogi y el bibimbap. "Kimchi", además de ser la palabra que usan los coreanos para sonreir en las fotos ("cheese..."), se refiere a todo tipo de verduras (pero especialmente a la col) fermentadas con sal, pimentón, ajo y otras hierbas. Antiguamente, las introducían en tinajas que luego enterraban bajo tierra durante el invierno. Se trata de un método tradicional de conservación que se ha convertido en símbolo y bandera de la cocina coreana. Es picante, ácido y, a partir de la segunda ingesta, altamente adictivo, a pesar de su extraña apariencia. El kimchi nunca falta en la mesa. Para que una comida coreana sea minimamente digna ha de ser servida con al menos seis pequeños platos de acompañamiento -a mayor número, mejor considerada- y uno de ellos es invariablemente el kimchi. Según esta regla, podéis imaginar cómo comimos este día:
El bibimbap es simplemente arroz con verduras cocidas. Nada especial, pero acompañado de una cerveza coreana, a elegir en Hite (hecha con agua frizzante de manantial), OB o CAS, gana mucho:
Pero lo que realmente nos llegó al corazoncito que todos tenemos en la panza fue el bulgogi. Se trata de algo tan sencillo como una barbacoa de carnes normalmente marinadas en plan "bricomanía". Cada mesa tiene su parrilla y cada comensal se hace la carne al punto que más le gusta. Por supuesto viene con los platos de acompañamiento de rigor y como regla invariable descubrimos que cuanto más cutre el local y menos aire acondicionado había, mejor era el bulgogi y más mágica la cerveza.
Los dulces y los postres brillan por su ausencia en las cartas de los restaurantes coreanos, pero las casas de té, siempre con grandes ventanales abiertos a pequeñas calles llenas de actividad, compensan esta ausencia con pastas de arroz y una selección interminable de tés florales, de jazmín, afrutados, y aromáticos (con bambú, bergamota, jengibre...) que se mezclan unos con otros en el local, trasladándose con las suaves corrientes de aire cálido que circulan entre las mesas.
No sé si volveré a comer en un restaurante chino, pero no creo que pierda ninguna oportunidad que se me presente de volver a saborear el kimchi y el bulgogi.