Tuve al llegar a Finlandia una sensación similar a la que me produjo Nápoles la primera vez que lo visité: la de encontrarme en un lugar lejano de lo cotidiano y al borde del abismo de lo desconocido. En ambos casos se deja atrás Europa (sin salir de ella) para introducirse en algo mucho más complejo, con reglas propias, sutil, pero también radicalmente diversas de aquellas a las que estamos acostumbrados y que funcionan igual en España que en Francia o Alemania. Finlandia (en verano) comparte con Nápoles la luminosidad, aunque la suya sea blanca, breve y extrema, típica de las latitudes polares, y la de Nápoles naranja, cálida, húmeda y más duradera. En ambos casos es cegadora y tiene la virtud de mantener los ánimos en un estado constante de euforia y bienestar.
Igual que los napolitanos, los finlandeses son un curioso crisol de razas y culturas: asiáticos, escandinavos, rusos y lapones y, sin embargo, como dejaron dicho al proclamar su independencia en 1917, ni eran suecos ni querían convertirse en rusos. Su lengua no es indoeuropea: emparentada directamente con el húngaro, pertenece a la familia de lenguas uraloaltaicas, lo que la convierte también en pariente lejana del coreano y del turco. Es frustrante para cualquier europeo escucharla sin ser capaz de deducir ni un 2% de su significado a partir de raíces comunes, como sería el caso con prácticamente cualquier otra lengua de la Unión. Pero al mismo tiempo es delicioso cerrar los ojos mientras se escucha la conversación de unos finlandeses cualquiera sentados en el banco de al lado y dejar que los sonidos de sus palabras te trasladen aleatoriamente a Asia o a algún rincón indeterminado del mundo árabe, exactamente igual que el napolitano puede trasladarte a Galicia o a Portugal en un instante.
Hay muchos otros aspectos en que Nápoles y Finlandia se convierten en polos de dos extremos: la densidad de población puede agobiar o deleitar por igual en ambos lugares, si bien en Nápoles se deberá a su exceso y en Finlandia a su escasez (5 millones); la arquitectura merece atención especial en ambos sitios, pero mientras que en Nápoles habrá que centrarse en su barroco exagerado y abundante, en Finlandia es la arquitectura contemporánea, con Alvar Aalto a la cabeza, la que no se puede dejar pasar; y en ambos casos el concepto mismo de la vida ocupa un lugar predominante en el ideario popular, aunque en Nápoles se lleve a un extremo la exaltación del carpe diem y la dolce vita, mientras que en Finlandia, dicen que por respeto a la de los demás y para no proyectar en otros cargas propias de melancolía, el índice de suicidios es el más alto de Europa. Dos extremos.
Dos extremos también en cuanto a su gastronomía. La dieta mediterranea, con su variedad de sabores y olores, deja paso en Finlandia a una gastronomía tan gélida como sus inviernos. En un barco, de vuelta de Tallín, pude hablar durante un buen rato con un finlandés quien, al preguntarle cuál era la dieta habitual en cualquier hogar finlandés, no supo que contestarme. A juzgar por la recepción del congreso al que asistimos (las recepciones de los congresos suelen ofrecer un buen compendio de la gastronomía local), los platos típicos serían el salmón (ahumado, a la plancha), la carne de reno y los arenques, pero todo esto lo comparten con sus vecinos escandinavos. Mención aparte merecen sus mil tipos de pan y su arte con las salsas (de hongos, de queso, de bayas, etc.). Supongo que la falta de aceite de oliva obliga a desarrollar este aspecto de la gastronomía.
Si nos dejamos guiar por los mercadillos, los ingredientes típicos de la dieta finlandesa en verano serían las diminutas patatas de piel fina y blanca, los guisantes y un número inagotable de todo tipo de bayas conocidas (frambuesas, fresas, moras, arándanos, grosellas, etc.) y desconocidas (moras naranjas y otros extraños frutos cuyo nombre desconozco en castellano).
Pero si tuviese que quedarme con una sola de las comidas de este viaje, esa sería sin duda la que nos tenían preparada después de 40kms de recorrido por los ríos y lagos del Parque Nacional de Ruunaa (al noreste de la región de Karelia y cerca de la frontera con Rusia). Fue tan simple como una barbacoa de salchichas seguida de salmón ahumado in situ en una pequeña cabaña rodeada de pinos y abedules. Y en realidad quizás fuese esta comida la que mejor simboliza el carácter sencillo, pragmático, pero extremadamente efectivo y acogedor de los habitantes de este país que sirve de umbral al Polo Norte.
Dos extremos también en cuanto a su gastronomía. La dieta mediterranea, con su variedad de sabores y olores, deja paso en Finlandia a una gastronomía tan gélida como sus inviernos. En un barco, de vuelta de Tallín, pude hablar durante un buen rato con un finlandés quien, al preguntarle cuál era la dieta habitual en cualquier hogar finlandés, no supo que contestarme. A juzgar por la recepción del congreso al que asistimos (las recepciones de los congresos suelen ofrecer un buen compendio de la gastronomía local), los platos típicos serían el salmón (ahumado, a la plancha), la carne de reno y los arenques, pero todo esto lo comparten con sus vecinos escandinavos. Mención aparte merecen sus mil tipos de pan y su arte con las salsas (de hongos, de queso, de bayas, etc.). Supongo que la falta de aceite de oliva obliga a desarrollar este aspecto de la gastronomía.
Si nos dejamos guiar por los mercadillos, los ingredientes típicos de la dieta finlandesa en verano serían las diminutas patatas de piel fina y blanca, los guisantes y un número inagotable de todo tipo de bayas conocidas (frambuesas, fresas, moras, arándanos, grosellas, etc.) y desconocidas (moras naranjas y otros extraños frutos cuyo nombre desconozco en castellano).
Pero en definitiva, nada que podamos decir que es propio de Finlandia y de ningún otro sitio. Afortunadamente, esta falta de especificidad gastronómica no supone ningún sufrimiento para los visitantes. Todo lo anteriormente citado está riquísimo y, en todos los restaurantes que visitamos, los platos elegidos estaban cocinados en su punto, se ofrecían en abundantes raciones y la presentación era más que correcta. Nuestra incursión en la restauración finlandesa tuvo lugar principalmente en Helsinki con dos restaurantes para recordar. El primero estaba situado en el Kallio, un barrio obrero y estudiantil, y a pesar de los problemas de comunicación que tuvimos con su dueña, que no hablaba nada que no fuera finés, brillaba por la abundancia de sus raciones y ambiente de cocina casera y sin otras pretensiones que no fueran las de satisfacer en cantidad y calidad. Bullman (c/ Fleminginkatu, 21B) se llamaba el sitio y si alguien pasa alguna vez por allí, no debería perderse su sopa de salmón (sabrosa, llena de tropezones de salmón y patata, y aromatizada con eneldo fresco), sus ensaladas inconmensurables (cualquiera de ellas) y su plato de la casa (un revuelto de carne de reno, salchichas, patatas, pepinillos en vinagreta y huevo frito, regado con una salsa de hongos y queso, que puede dejarte de muchas formas menos indiferente). Creo que su ingesta debe ganar bastantes puntos si se realiza durante el crudo invierno finlandés...
Otro día visitamos el SeaHorse, uno de los restaurantes más populares y carismáticos de la capital finlandesa, punto de encuentro habitual de políticos e intelectuales a la hora de tomarse una cerveza o degustar comida casera. Aquí nos atrevimos con un entrante de nombre impronunciable (Vorsmack) que resultó ser un apetecible guiso de carne picada, puré de patatas, remolacha, pepinillos y cebolla con salsa ácida de yogurt.
Como platos principales pedimos dos pescados: el sempiterno salmón y un Pike-Perch a la Mannerheim (o lo que es lo mismo, un lucio al estilo del susodicho militar finlandés). Ambos muy bien cocinados y excelentemente presentados como se puede observar.
Finalmente, los postres fueron una de cal y otra de arena. Por una parte, una tarta de queso casera con salsa de frambuesa que, estando buena, no se diferenciaba mucho de las tartas de queso de cualquier otra parte del mundo; y, por otra parte, una verdadera joya culinaria: una copa de arándanos helados con salsa de caramelo caliente. Además de ser sencillo de preparar, el postre en cuestión unía todos los extremos posibles: los arándanos helados y agrios con la salsa caliente y dulce. Una sencilla obra de arte.
Otro día visitamos el SeaHorse, uno de los restaurantes más populares y carismáticos de la capital finlandesa, punto de encuentro habitual de políticos e intelectuales a la hora de tomarse una cerveza o degustar comida casera. Aquí nos atrevimos con un entrante de nombre impronunciable (Vorsmack) que resultó ser un apetecible guiso de carne picada, puré de patatas, remolacha, pepinillos y cebolla con salsa ácida de yogurt.
Como platos principales pedimos dos pescados: el sempiterno salmón y un Pike-Perch a la Mannerheim (o lo que es lo mismo, un lucio al estilo del susodicho militar finlandés). Ambos muy bien cocinados y excelentemente presentados como se puede observar.
Finalmente, los postres fueron una de cal y otra de arena. Por una parte, una tarta de queso casera con salsa de frambuesa que, estando buena, no se diferenciaba mucho de las tartas de queso de cualquier otra parte del mundo; y, por otra parte, una verdadera joya culinaria: una copa de arándanos helados con salsa de caramelo caliente. Además de ser sencillo de preparar, el postre en cuestión unía todos los extremos posibles: los arándanos helados y agrios con la salsa caliente y dulce. Una sencilla obra de arte.
Pero si tuviese que quedarme con una sola de las comidas de este viaje, esa sería sin duda la que nos tenían preparada después de 40kms de recorrido por los ríos y lagos del Parque Nacional de Ruunaa (al noreste de la región de Karelia y cerca de la frontera con Rusia). Fue tan simple como una barbacoa de salchichas seguida de salmón ahumado in situ en una pequeña cabaña rodeada de pinos y abedules. Y en realidad quizás fuese esta comida la que mejor simboliza el carácter sencillo, pragmático, pero extremadamente efectivo y acogedor de los habitantes de este país que sirve de umbral al Polo Norte.